24 de enero de 2008

Metro


Cada mañana cojo el metro. Ferrocarriles de la Generalitat (la versión pija del asunto) y el propiamente llamado Metro (el metro en sí, el noúmeno, el auténtico “underground”).

Esta mañana, sin manos libres con las que aguantar un diario, leía entre las cabezas de los pasajeros que los detenidos el otro día en el Raval pretendían atentar ahí abajo, que tres de ellos se querían inmolar y hacer saltar los vagones por el aire.

Me imagino a Ricard que va solo al cole un ratito antes que yo. A Sara, que va con toda la clase, a Marta que viaja a mi lado con su mochila atiborrada de libros.

Recuerdo las imágenes de las noticias de ayer en televisión. Palestinos derribando un muro y saltándolo, escapando como una bebida gaseosa después de ser encerrada en una lata y salvajemente agitada.

Llego al cole y suelto en secretaría una trompa, una trompeta, un maletín de partituras y una mochila de natación. Vuelvo a la calle y al metro. Ahora sólo llevo un bolso y puedo coger el diario. Lo leo detenidamente. La vieja nausea se empieza a apoderar de mí. Recuerdo a mi abuela, cuya máxima ambición cuando tenía 95 años era tenernos a todos a su lado día y noche. El terror al terror, al dolor, al vacío.

El desequilibrio hormonal no ayuda. Empeora las cosas. Pienso en dejarme barba y coger un fusil. Marcharme lejos. Acertar en el blanco. ¡La rabia es terrible!

Pero no hay blanco. No serviría de nada. Es una mierda.

Llego a la columna de Cris F. Recomienda que soltemos el bolso y lo metamos todo en los bolsillos. Me hubiera encantado cruzarme con ella esta mañana. Habríamos abierto las fundas de los instrumentos y improvisado un concierto en medio del andén. Me imagino el vagón saltando por los aires y la música sonando por encima. Es una mierda.

10 de enero de 2008

Sólo sé que ya no sé que no sé nada


¡Qué días aquellos en que la frase “sólo sé que no sé nada” marcaba nuestro espíritu con un trazo profundo de austeridad intelectualoide!

La sentencia señalaba las infinitas puertas que se iban abriendo gracias a nuestro esfuerzo neuronal y al cansancio de nuestros ojos que leían, insaciables, tratados y compendios, dando paso a otra infinidad aún mayor de puertas cerradas que nos mostraba la imposibilidad de que nuestras neuronas fueran capaces algún día de lidiar con todos aquellos conocimientos.

La certeza de la humilde ignorancia era de una preciosidad que rayaba lo sublime. Era la insignia de la sabiduría. Llegar a interiorizar realmente la oración era estar pedantemente a salvo de la pedantería.

Me duele, y a la vez me libera, constatar que ya no puedo afirmarla. Ya no sé lo que sé ni lo que no sé; no tengo claro que haya cosas que quiera saber, ni recuerdo demasiado bien las que supuestamente supe.

La certeza ha desaparecido. Quiero creer que para bien. Se ha llevado una buena dosis de pedantería. Sé algunas cosas y sé que la infinidad de puertas es un mero espejismo de la mente jugando a autoalimentarse en sus momentos de ocio aristocrático.

Las neuronas se relajan. Es la vejez. Los mayores de 70 no deberían gobernar.