Perdonar al inepto
Quim Monzó fue sometido hace unos años a una de esas terribles entrevistas metralleta en las que el entrevistador va disparando preguntas a ritmo frenético y el entrevistado apenas tiene tiempo de balbucear una respuesta coherente. ¿Un libro? ¿Una película? ¿Un viaje? ¿Un personaje con quien cenar? ¿Otro para una copa? ¿Un amor imposible? Supongo que dudaría en varias de ellas por lo maniqueas y exclusivistas, pero no pareció dudar cuando le pidieron que citara una virtud. La respuesta salió certera y afilada: “Perdonar al inepto”, y a mí me dejó extasiada. Yo era bastante más joven que ahora, con el ego todavía empujando con fuerza y la noción de humildad necesaria recién apareciendo por una esquinita de mi conciencia.
Desde entonces he aplicado o intentado aplicar el precepto unos ocho millones de veces, unas veces con más éxito que otras. A veces lo consigo sin alterar el ritmo cardíaco, otras veces acelerando mínimamente la respiración. Pero otras veces, las menos pero las más dolorosas, más o menos media hora después del acto en si, empiezo a notar un sudor frío en las manos y un agarrotamiento a nivel de corazón. Supongo que esa es la señal de que me he excedido, de que quizás en esa ocasión, no se trataba de un inepto sino de un auténtico zorrupio. Ahí van unos cuantos ejemplos:
El que miente sin saber mentir
El que pide sin saber dar
El que ofrece sin otorgar
El que promete sin cumplir
El que habla sin escuchar