Cada mañana cojo el metro. Ferrocarriles de la Generalitat (la versión pija del asunto) y el propiamente llamado Metro (el metro en sí, el noúmeno, el auténtico “underground”).
Esta mañana, sin manos libres con las que aguantar un diario, leía entre las cabezas de los pasajeros que los detenidos el otro día en el Raval pretendían atentar ahí abajo, que tres de ellos se querían inmolar y hacer saltar los vagones por el aire.
Me imagino a Ricard que va solo al cole un ratito antes que yo. A Sara, que va con toda la clase, a Marta que viaja a mi lado con su mochila atiborrada de libros.
Recuerdo las imágenes de las noticias de ayer en televisión. Palestinos derribando un muro y saltándolo, escapando como una bebida gaseosa después de ser encerrada en una lata y salvajemente agitada.
Llego al cole y suelto en secretaría una trompa, una trompeta, un maletín de partituras y una mochila de natación. Vuelvo a la calle y al metro. Ahora sólo llevo un bolso y puedo coger el diario. Lo leo detenidamente. La vieja nausea se empieza a apoderar de mí. Recuerdo a mi abuela, cuya máxima ambición cuando tenía 95 años era tenernos a todos a su lado día y noche. El terror al terror, al dolor, al vacío.
El desequilibrio hormonal no ayuda. Empeora las cosas. Pienso en dejarme barba y coger un fusil. Marcharme lejos. Acertar en el blanco. ¡La rabia es terrible!
Pero no hay blanco. No serviría de nada. Es una mierda.
Llego a la columna de Cris F. Recomienda que soltemos el bolso y lo metamos todo en los bolsillos. Me hubiera encantado cruzarme con ella esta mañana. Habríamos abierto las fundas de los instrumentos y improvisado un concierto en medio del andén. Me imagino el vagón saltando por los aires y la música sonando por encima. Es una mierda.