Hay veces en las que la velocidad de la piel que recubre tus actos se enlentece hasta situarlos bajo la lente del microscopio. Epifanías, más o menos agradecidas. Unas cuantas, notas tus pies levantándose del suelo pulgada a pulgada, y empujándote hacia un destino inexorable, da igual si agradable o no. Otras, las expresiones de los que te rodean se muestran a cámara lenta, arrugándose y estirándose hasta formar espantosas caricaturas con un simple arqueamiento de cejas o un leve descenso de la comisura de los labios. Hay momentos en los que la música se descompone hasta desaparecer en un tiempo más lento que la más lenta de las lentas redondas, y otras en las que la estridencia de las notas más agudas parece amenazar con perforarte el tímpano. Hay incluso veces en las que se da la sinestesia y el olor se ve y el tacto se oye.
A mí me es especialmente fácil pasar del oído al tacto.
A mi me es especialmente fácil darme cuenta cuando me pongo borde de que me estoy poniendo borde. A cámara lenta. Muy lenta. Y me imagino cogiendo un cigarrillo y experimentando por enésima vez cómo la velocidad de expiración del humo es relativamente proporcional a la velocidad de salida de esa borde que se estaba apoderando de mí.
Líneas escritas con un cigarrillo de plástico mentolado rechinando entre los dientes. Muy, muy despacio.