Viernes por la mañana. Me levanto de la cama. Me ducho. Me visto. Pongo el café. No hay niños en la casa. Silencio. No hay desayunos que preparar. Mi gata, Wendy, maúlla reclamando atención. Sabe que es viernes y no hay niños. Sabe que hoy es la reina de la casa. La acaricio. Le hablo. Le cambio el agua y le pongo la comida. Y entonces recuerdo que hay otros seres vivos en la casa a los que debo alimentar. Marta tiene una especie de invernadero – criadero de mariquitas. Pequeñas larvas en forma de cocodrilo que recorren su pequeño paraíso buscando alimento antes de convertirse en capullos. Salgo al jardín. Observo minuciosamente la hiedra buscando alguna rama que tenga pulgón, cuanto más mejor. Corto un par de ramas. Las sacudo para que caigan las hormigas que caminan por entre las hojas. Me dirijo al pequeño terrario de Marta. Lo abro y deposito las ramitas de hiedra cargadas de pulgón. Lo cierro. Cojo las llaves del coche y salgo de casa.
Y entonces me imagino cogiendo un cerdito y metiéndolo en un terrario más grande para alimentar a una boa, o dándole ratoncitos a Wendy, o incluso gusanos a un pájaro. Y me vienen nauseas. Y pienso en el pobre pulgón, tan insignificante, tan falto de entidad, tan objetizable. Y pienso en las mariquitas en las que finalmente se convertirán esas pequeñas larvas voraces. Y en lo bonitas que serán. Y me vuelven las nauseas. Y dejo de pensar.
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