20 de abril de 2007

Acostado en la hierba, pensaba que, desde siempre, vivía encantado con cosas que no entendía. E incluso ahora, incluso en el jardín de este agradable hospital nocturno, todo seguía igual. El gran pájaro negro continuaba volando también ahora, y yo, al igual que la hierba amarga y el bicho redondo, estaba metido en su vientre.
Aunque mi cuerpo se secara como las polillas que se quedan como piedras, no podría escapar del pájaro.
Saqué de mi bolsillo un fragmento de cristal del tamaño aproximado de una uña y limpié la sangre que tenía pegada. Su suave concavidad reflejó el cielo luminoso que empezaba a surgir de la noche. Bajo el cielo se extendía el hospital y, más lejos aún, la calle bordeada de árboles y la ciudad.
El recorte de esta sombra de ciudad reflejada tomaba una curva de una extrema delicadeza –el mismo genero de curva que la del relámpago que me había iluminado, aquella noche que casi mato a Lilly en la pista del reactor, bajo la lluvia- aquel delgado arabesco blanco que me había quemado los ojos por un instante, el tiempo de un relámpago. Como el neblinoso y oleado horizonte del mar, como el blanco brazo de una mujer –la dulzura misma.
Todo el tiempo, desde una eternidad, había estado rodeado por esta curva blanquecina.
El fragmento de cristal, aún manchado de sangre en el borde, bañado por el aire del amanecer, era casi transparente.
Era de un azul inerme, casi transparente, sí.
Me levanté, y mientras me dirigía a mi apartamento, pensé: “Quiero ser como este cristal, para reflejar a mi vez la dulzura de esta curva blanca. Quiero mostrar a los otros su apacible esplendor, reflejado en mí.”
El borde del cielo se empañó de luz, y el fragmento de cristal perdió de pronto su limpidez. A los primeros cantos de los pájaros, nada se reflejaba en el cristal, absolutamente nada.
El ananás que había tirado la víspera seguía allí, junto al álamo, frente a mi apartamento. Su húmedo borde seguía desprendiendo el mismo olor nauseabundo.

Me agaché en la hierba para esperar a los pájaros.
Cuando los pájaros bajen a posarse y la luz y el calor del día lleguen aquí, imagino que mi larga sombra se extenderá por encima de los pájaros grises y el ananás, y lo cubrirá todo.


Ryu Murakami