1 de mayo de 2007

Sobre las afinidades electivas, o de cómo el saber se dice de muchas maneras.

No hace mucho fui a cenar con un conocido. Lo conocía poco, pero parecía un tipo interesante. Habíamos estado chateando sobre literatura en la red y teníamos gustos parecidos. Habíamos leído los mismos libros e incluso parecía que habíamos coincidido en alguna clase de antropología sin habernos llegado a conocer.
El intercambio de opiniones en el messenger era fluido y fácil: agudezas por aquí, deslumbramientos por allá y unas cuantas carcajadas intercaladas.
Para mí, ese tipo de intercambio de ideas a través de una pantalla y un teclado era nuevo y atractivo, por lo vertiginoso y descarado que podía llegar a ser. Al principio echas de menos ver la cara de tu interlocutor: cómo cambia la expresión de su cara según encaja lo que dices, cómo sonríe o se asombra, cómo se le arruga la frente, cómo frunce el ceño, cómo se le ilumina el rostro, en fin, cómo responde físicamente a lo que dices y a lo que dice.
Supongo que él debió pegar algún que otro respingo ante algunas de mis aseveraciones; yo recuerdo haber pegado un bote en la silla cuando, hablando de Jean Jacques Rousseau, me contestó algo así como que era “un visionario sin visión”. Pero luego sigues tonteando sobre otro tema y se te olvida. Y lo aparcas, olvidar no olvidas nada.
Pues bueno, a lo que íbamos. Quedamos finalmente en conocernos y acordamos en quedar para tomar unas copas y cenar. El encuentro fue curioso porque de repente las palabras que has estado leyendo en la pantalla del ordenador se transforman en un ente físico que ocupa un lugar, se viste de una manera determinada, huele de una manera determinada, camina y se mueve de una manera determinada y respira de una manera determinada. Desde luego, quedó patente desde el principio, que por muy buen rollo que hubiera a nivel intelectual, la química brillaba por su ausencia.
Y con la primera cerveza me cayó la primera (y única, aunque más que suficiente) bomba. No recuerdo a qué venía, ni qué condujo a ello, pero de repente me espetó: “yo cada vez soy más de derechas”. Fue entonces cuando me acordé de mi querido Jean Jacques, y el respingo volvió, aunque esta vez en forma de empalamiento. Me quedé tiesa en la silla intentando no escupir la cerveza que tenía en la boca y tragarla rápidamente para poder tomar otro gran trago, que ojalá hubiera podido ser de whisky.
“¿A santo de qué”, pensé, “me suelta esto. Acaso ahora me va a decir que es del Opus?”. Seguí bebiendo y escuchando, porque aunque cabía la posibilidad de levantarse y decir algo así como: “¿Ah sí? Pues mira, yo no, yo cada vez soy más de izquierdas, y ¿sabes?, cuando alguien me dice que es de derechas o que es católico o que le gusta ver sufrir a un toro en la plaza, pues como que se me acaba la cuerda y ya no tengo ganas de seguir hablando, pues la muralla que aparece entre ambos me impide divertirme”, ya había hecho el esfuerzo de salir de casa y vestirme ,y además siempre es interesante conocer al enemigo, sobre todo cuando se disfraza tan bien.
La noche se quedó en una buena, aunque aséptica, conversación sobre libros y discos. Cenamos, tomamos un par de copas más y nos fuimos cada uno a su casa, sabiendo que no íbamos a hablar nunca más.
-------------------------------------------------------------------------------------
Ayer leí un artículo en la prensa sobre las elecciones francesas y el apoyo que algunos filósofos están ofreciendo a Sarkozy. Parece que ellos, como mi conocido, también se sienten cada vez “más de derechas”, y no se cortan un pelo en abogar por la necesidad imperiosa de acabar de una vez por todas con la falta de orden y disciplina que ha llevado a claudicar de los principios morales de occidente.
Y yo me pregunto de nuevo: ¿realmente las palabras no son más que palabras y no tenemos nada más para seguir adelante?, ¿es todo un juego de posturas educadas?, ¿será la edad que nos apoltrona y nos quita las ganas de luchar?, ¿será que las modas marcan hasta ese límite?.
Quiero creer que no, y comentarios como los de Glucksmann y Finkielkraut me hacen sentir un poco más viva, y con ganas de levantarme y decir: “¿sabes? , yo no lo encuentro divertido, no me gustan los juegos de camisas giradas, mejor me voy.”
Estoy sentada en la cama.

He levantado las persianas.

Todo es gris.

Hoy me gustaría ser tu gabardina.