24 de octubre de 2011

Mitomanías, revisited





Hace unos días hablaba con unos amigos sobre mitomanía e intentaba explicar por qué me gustaría ver a los Who de nuevo en el escenario por desmejorado que pudiera estar el bello Daltrey. (Aunque acabo de quitar un “muy” que había puesto delante de “desmejorado”). Yo aludía a la capacidad de cambiar la percepción cultural y emocional de tantísima gente y de la mía en particular, y podría seguir buscando argumentos y justificaciones, pero ya no hace falta. Ayer Carlos Boyero lo explicaba en una memorable y antológica columna que le dedicó a Leonard Cohen. Aquí va:







Cohen
Carlos Boyero

Al escuchar voces y sonidos que han regalado sensaciones impagables a tu alma quieres imaginarte el rostro y la apariencia de los seres que las han creado. Al ver sus caras, su actitud, su expresividad, su estilo, deseas que guarden similitud con lo que tú has querido imaginar. En muchos casos esas fotografías, lo que percibes o constatas en su personalidad al ver en carne y hueso a los héroes de tu mitología, guardan armonía con lo que te sugiere su obra. El bigote de Brassens, su mirada descreída, su pipa, la melena aristocrática de Leo Ferré, la cara angulosa y canalla de Brel, la forma de vestir, la expresividad y los movimientos de Sinatra, las genuinas chulería y dureza de Miles Davis (alguien cuya trompeta podía hacerte llorar pero también un macarra importante, señor arrogantemente seguro de sí mismo y de su arte, que al ser invitado a una recepción en la Casa Blanca e interrogado por una desdeñosa y enjoyada invitada sobre los méritos que había hecho un negro tan altivo para estar en lugar tan trascendente, le contestó: "Señora, yo he cambiado tres veces la historia de la música en este siglo, pero imagino que usted lo único que posee es dinero"), la hipnosis y el misterio que siempre ha desprendido Dylan, el rictus hosco y de león herido de Van Morrison, corresponden fielmente a lo que algunos de sus incondicionales sentimos al oír su música.
Llevo cuarenta años escuchando a Leonard Cohen. Esa voz, los sentimientos que describe y la forma de hacerlo siempre me han enamorado y conmovido, aliviado llagas, convencido de que está hablando de cosas que me remueven y obsesionan, regalándome imágenes auténticamente poéticas, anhelos, desolación, certidumbres, dudas, mordacidad, enigmas, erotismo, emociones y sueños. Nunca he pensado en su edad, para mí jamás ha sido joven ni viejo. Es simplemente Cohen, un género, un estado de ánimo, una genuina e inimitable visión del mundo, un eco que mantiene intacta su ancestral capacidad de seducción, un universo que comprendería y sentiría aunque no existiera la traducción de sus palabras.
El hombre de 75 años (sí, el de la gabardina azul, el que bailaba hasta el final del amor), el que recibía el viernes ese galardón principesco, estaba lógicamente encorvado, pero era un príncipe de los de verdad. Contó que los seis acordes que desprendía la guitarra de un español suicida fueron la base de todo lo que ha querido expresar en sus canciones. La hermosura, la inteligencia y la complejidad sentimental del sello Cohen son intemporales. Es un clásico. Seguirá emocionando a aquellos que se lo merezcan en cualquier época, en los próximos siglos.

No hay comentarios: